Las Tablas de Multiplicar

El solsticio de verano anunciaba el renacer. Nuevas flores y matorrales cubrían la floresta. La campiña celebraba después de una fresca primavera pintándose con más color. Todo ser viviente gozaba a plenitud del cambio de estación y reanudaban sus labores. La escuelita de la región no era la excepción y recordaba el regreso a clases con el inconfundible repicar de una campana.

Tilín…Talán…y todos los escolares corrían a estudiar.

En el establo abandonado cerca del río, vivía Doña Teresa con su hijo Eladio. Eladio era un pequeño burrito gris, de grandes orejas y ojos azabaches. Sería su primer año en la escuela, así que se levantó al alba, se dio un buen baño, desayunó su plato de alfalfa y con alegres rebuznos se despidió de mamá.

Tilín… Talán… la campana no dejaba de sonar.

Eladio apuró el paso para tarde no arribar. Trotaba continuo, sin mostrarse desesperado por llegar a la puerta de la escuela que ya veía desde lejos atiborrada de pequeños dispuestos a aprender la lección.

Tilín… Talán…ese fue el último repicar, la clase va a comenzar.

El Profesor Conejo miraba perplejo a su nuevo alumno. Era la primera vez que un burro asistía a su clase. Con la nariz arrugada en muestra de disgusto por el estudiante recién llegado, empezó la clase de matemáticas.

Sumas y Restas, repitió el Profesor. Todos sacaron sus libros de aritmética dispuestos a estudiar. El Profesor Conejo lanzó una mirada furtiva hacia Eladio esperando verle sacar su libro. Pero Eladio no tenía libro, ni lápiz, ni cuaderno, ni bagatelas, solo la gran voluntad de aprender así sin más.

TOC.. TOC… sonó una descarga seguida por un grito gutural.

Eladio soltó un quejido al recibir los golpes del Profesor que gritaba sin parar por la falta de útiles escolares. Le sacó del salón de clase en medio de las burlas de todos. Las hermanas gallinas no paraban de parlotear; el mapache Pache se carcajeaba al verle pasar; los mininos le apuntaban con sus garras y los pericos remedaban su rebuznar.

Sniff…Sniff…. Lloraba convulsivo el pobre Eladio sin parar.

Avergonzado caminó hasta la salida. Mientras, recitaba una a una las tablas de multiplicar. Entonces el Profesor Conejo mandó todos a callar. Solo Eladio repetía las tablas sin parar. Todos aplaudieron y fue así que Eladio se quedó con los niños a estudiar.

Tilín… Talán…es hora de salir, repica la campana su sonido original.

En busca de Cristal Coral

El color rosa de Lola
Tercera Parte

El curandero no paraba de mirar con desconcierto a Lola, mientras esta seguía en un letargo. Kika, con actitud inquina, no perdía detalle de cada movimiento que hacía el curandero.

Lo vio extraer del interior de una concha, un relicario. Era un estuche de oro con chispeantes piedras preciosas en la tapa. Lo abrió lentamente y sacó entre sus manos un pedazo de seda roja que envolvía a su vez una baraja, era un tarot.

El curandero le dijo a Kika que se aproximara hacia él. Kika se acercó reticente y se estremeció al ver que las cartas del tarot, una a una, se elevaban y danzaban alrededor de Lola. Luces de todas las tonalidades de rosa, salían del remolino de burbujas que las barajas iban formando.

Entonces, el curandero con los ojos verdes y relucientes bajo la capucha empezó a hablar:
- Hace más de 30 mareas, cuando la luna estuvo a punto de tocar la tierra, se produjo un temblor en el firmamento. Esto dio lugar a que se desprendieran miles de estrellas y volaran por doquier. Una pequeña estrella, cayó en el mar.

Justo esa noche, Lola nacía. La estrellita, hija de la gran estrella Rosala encargada de cumplir los deseos de los niños de corazón virtuoso, se posó en la frente de la ballenita, y para no morir en las aguas del océano, se convirtió en ballena también. –

El curandero se volvió a mirar a Kika y le dijo que Lola no estaba enferma, que su color rosa era un regalo del cielo. El mismo, lo había soñado hace meses cuando Lola nació, pero no lo había podido entender entonces. En sus sueños veía siempre a una ballenita rosa saliendo del agua del mar y volando hacia la luz de la noche.

Ahí estaba frente a él. Lola, existe. Lola es una hermosa ballenita rosada, que tiene el mágico poder de volar, de brillar como una estrella, y también el don de cumplir deseos.

Kika sollozaba al escuchar las palabras del curandero al tiempo que Lola despertó feliz, ya comprendía todo lo que le había pasado todo este tiempo.

Lola sonrió al curandero y empezó a nadar fuera de Cristal Coral, diciendo adiós con su aleta y prometiendo regresar.

Tía Kika preguntó como podía pagar por la ayuda recibida. El curandero le dijo que cuidando que Lola estuviera bien, y que le ayudara a llevar acabo su misión de estrella que vive en el mar.

FIN

En busca de Coral Cristal

Parte II
El Curandero

Tía kika advirtió a Lola que no se separara de ella. Al entrar a la grieta, se vieron rodeadas de una inmensa oscuridad.
La hendidura tendía a ser tan estrecha, que a duras penas el par de ballenas nadaban a través de ella.

Después de varios minutos, salieron a un espacio enorme. Una bóveda gigantesca formada por una pared de cristales diminutos. Entre estos cristales, crecían una infinita variedad de especies dando lugar a la creación del coral más hermoso que hayan visto jamás.

Cientos de algas de diferentes tamaños y colores formaban una espesa cortina imposible de traspasar, pero Tía Kika estaba decidida a encontrar al curandero. Empezó a rondar entre las plantas marinas buscando un camino que las llevara hasta su objetivo, cuando un par de pececillos orientales salieron a su paso.

Lola se escondió tras su tía, y kika a la defensiva trató de explicar porque estaban ahí.

Los pececillos, hicieron señas de que los siguieran, que el maestro las esperaba. Las dos ballenas se miraron como un par de cómplices, y fueron tras los peces.

Nadaron entre un verde-azul que las cegaba, hasta un claro despejado donde se erguía desde el suelo, una gruesa columna de piedra amarilla. Detrás del altar, un ser encapuchado le hacía un gesto con su mano. No podían ver que era, que aspecto tenía, solo alcanzaban a distinguir entre la capucha, un par de ojos.

Tía Kika quiso decir porque estaban ahí, pero el curandero habló:
- Se que han venido hasta Cristal Coral en busca de algún bocadillo o algún brebaje que les proporcione sabiduría o poder, pero aquí no encontrarán nada de eso, su viaje ha sido inútil. ¡Váyanse ahora!

Tía Kika hizo caso omiso a las palabras del curandero y dejó que Lola se acercara a él, al tiempo que preguntaba:

- Curandero, yo solo quiero saber si mi sobrina está enferma, si el color rosa de su cuerpo es normal. Si ella puede morir a causa de ello. Haré lo que me pida…

El curandero miró con curiosidad a Lola. Le pidió que se acercara más, hasta un cristal que pendía del techo de la gran caverna. Lola se acercó, y el cristal empezó a girar al tiempo que lanzaba destellos de todos los colores. Lola empezó a flotar sumida en un ensueño.

Entonces, él habló de nuevo:
- ¡Ella es! No cabe duda, mis visiones eran verdad. ¡Ella existe!

En busca de Coral Cristal

Parte I

El crepúsculo dejaba tenues rayos arrebol sobre la superficie del mar. Lola revoloteaba en el agua tratando de calmar la inquietud que sentía en ese momento. Su tía Kika, disfrutaba de la tibieza del astro rey, mientras aspiraba profundamente el aroma infinito del azul y sal.

Lola no paraba de moverse, hasta que sintió en un costado el coletazo de su tía. Lola soltó un gemido que se terminó diluyendo entre los suspiros de Kika cuando vio desaparecer por completo la luz rojiza del sol, que ya empezaba su cambalache con la blanca luz de la luna.

- ¿Ahora si, tía?- Preguntó Lola.

- Si Lola, ahora si.- Contestó Kika, sumergiéndose de inmediato hacia las profundidades marinas, seguida por Lola que nadaba junto a ella.

Kika era una hermosa ballena gris-plata, y se hacía cargo de cuidar a Lola, su sobrina, una pequeña y linda ballenita rosada que vivía con su tía desde que sus padres murieran en una horripilante caza de ballenas, donde solo sobrevivió ella.

Las dos emprendieron un viaje un tanto misterioso, y hasta peligroso. Se dirigían a la tierra de Coral Cristal. Un lugar ubicado en la última grieta del suelo del océano. Ahí vive el viejo curandero, sabio de sabios, genio de todas las magias, conocedor de todos los poderes.

Se conocían cientos de historias sobre él, pero nadie sabía si eran verdad. Se decía que él posee el don de la sanación, y es por eso que Kika y Lola se decidieron a ir en su busca.

Al parecer, el color rosado de Lola no era normal, y Kika creyendo que se podría tratar de un mal fatal, decidió correr todos los riesgos necesarios para salvar a Lola de fenecer sin haber vivido lo suficiente.

Pasaron algunas horas nadando, siguiendo cuidadosamente, a un grupo de noctilucas que servían como guías hacia Coral Cristal. Cada vez las aguas se tornaban más frías y oscuras. Tuvieron que ofrecer soborno a una banda de anguilas delincuentes que dominaban algunas zonas cercanas a la gran grieta.


De pronto, cuando solo se podía ver gracias a la fosforescencia de sus guías, ahí estaban, justo frente a la gran hendidura en el fondo del mar. Ahora, tendrían que seguir solo ellas dos.

En el desván

En la parte más alta de la casa, en un cuartucho diminuto donde apenas llegan unos cuantos rayos de sol por las desvencijadas rendijas de una ventana, dejaron olvidado a Simón.

Simón fue el mejor amigo de Patty, la pequeña pelirroja de cara pecosa que lo cuido por poco mas de diez años.

Pero Patty creció. Ahora no tiene tiempo para Simón. Ella se pinta las uñas, habla todo el día por teléfono, hojea revistas con sus amigas, y duerme abrazada a un nuevo y esponjado oso que llama Tito en honor del joven que se lo regaló.

Simón lleva tres días acurrucado en un rincón del desván. Le asusta la oscuridad. Se cubre la cara con sus manitas de trapo para no ver las sombras que danzan a su alrededor. Se le han hinchado los ojitos de tanto llorar y las mejillas se le han puesto blandas por tanto mojarse con las lágrimas.

La cuarta noche sintió que alguien lo observaba desde la penumbra.
- ¿Quien está ahí? – preguntó Simón con voz temblorosa.

- ¡Un cachivache! -Contestó una voz.

- ¡Acá otro cachivache! -Dijo una voz mas entre risitas de complicidad.

Simón extrañado se acercó al lugar de donde venían las voces. Para su sorpresa se encontró una muñeca rota del torso y una zapatilla de ballet bastante desgastada que le saludaban sonrientes.

Eran cachivaches, esperpentos abandonados. Ya no servían, eran inútiles. Allende de que los niños habían dejado de ser niños y nos les importaban mas. Como muestra de compasión, los arrumbaban en el desván por no tener corazón para tirarlos a la basura.

Desde aquel día Simón dejó de sentirse solo y triste. A sus nuevas amigas la muñeca rota y la zapatilla rosada, se les unieron una lámpara descompuesta, una escoba maltratada, una pelota desinflada y un patín sin ruedas. Todos eran cachivaches. Todos tenían algo en común, eran viejos y no servían. Pero para ellos la vida empezaba apenas en el desván. Sin clausuras empezaban a ser ellos mismos, sin reservas, sin miedos. Durante el día permanecían quietos y en silencio, pero las noches las convertían en tramas llenas de música y poesía. Eran artistas de su propia vida. Las arañas tejían grandes telones de seda y las luciérnagas alumbraban el escenario con sus panzas. Los grillos tocaban sus violines y la luna sonreía contenta mirando por la ventana.

Todo es verdad… ¿has visto cachivaches en tu desván?

Hoy juguemos a:

Los Encantados


Ya casi dan las siete de la tarde. Mis hermanos y yo tratamos de terminar la inmensa torta de frijoles con queso que nos sirvió nuestra Nana. Está apurada de que terminemos de cenar porque dice que hoy cumple aniversario la telenovela Rina, y no se quiere ir a verla sin levantar los platos.

Por fin, después de apurar la comida con la leche, salimos con las panzas infladas al porche de la casa. En un rato más se acercaran los otros vecinos para comenzar a jugar.

Cuando nos sentimos más livianos, salimos corriendo rumbo al poste de luz que está a media cuadra. Mamá nos grita desde la sala que regresemos temprano, antes de las nueve. Seguimos apresurados al encuentro de los amigos y asentimos con la cabeza las palabras de mamá como si nos estuviera viendo.

Ya en el punto de reunión de cada noche, alguien sugiere que juguemos a los “encantados”. Todos de acuerdo, esperamos unos minutos para ver quien llega tarde. El último en unirse al grupo, será el primer castigado y la hará de “encantador” hasta que otro lo suceda.

Entre la bruma aparece Memela, la chica pecosa de la casa de enfrente. Llega agitada y con cara de angustia diciendo que por poco y no la dejan salir. Resultó que no había terminado la tarea.

Estamos todos listos para empezar. Nos colocamos alrededor de Memela mientras ella cuenta hasta treinta. Ya cerca del final del conteo, todos salimos corriendo disparados a diferentes lugares. Ella tendrá que acaparar a alguno de nosotros y tocarlo gritando “encantado”. El susodicho no se podrá mover, al menos que llegue un compañero y lo toque de nuevo gritando “desencantado”.

Si Memela acumula a tres encantados, entonces ella se libra del castigo y ahora le tocará turno al primero que encantó.

Bueno, es algo raro concatenar quien empezó y todo eso a medio juego y después de corretear por más de una hora, pero siempre nos divertimos mucho.

Lo que más fastidia, es que la señora de la esquina, la mamá de Saúl, siempre le está gritando para que regrese a casa. La doñita es medio puritana y dice que andar en la calle a estas horas es de vagos. Cual vagos? Si solo somos niños jugando. Seguro la pobre mujer vive en otra dimensión.

-Encantada!-

Oh, por estar aquí platicando, ya me encantaron. Bueno, mientras espero que alguien llegue a salvarme, pensaré que juego haremos mañana.

Un extraño problema

Esta es una historia que sucedió en mi casa, pero que pudo haber sucedido en cualquiera y más específicamente en un lugar especial del dormitorio: el closet.
El asunto comenzó una mañana en que estaba preparándome para salir. Ya con el atuendo elegido y bien puesto, me detuve frente al closet para sacar mis zapatos y ahí me llevé una gran sorpresa.
Mi único par de zapatos consiste en un par color negro de piel de ternero que me acomodan perfecto en mis pies. Cuando estiré la mano para alcanzar uno -cualquiera de los dos -sentí un ligero puntapié en la pierna.
Se trataba del zapato derecho que indignado daba muestras de no estar de acuerdo con que me pusiera primero al zapato izquierdo. Lo bajé sin pensarlo mucho extrañado por la situación y entonces fue que el zapato izquierdo arremetió contra mis callos pisoteándome sin piedad para que soltara al zapato derecho.


Y ni uno, ni el otro me dejaban calzarlos y tuve que rendirme después de un buen rato de luchar contra esos dos que al parecer habían enloquecido.
Entonces opté por vestir otro par de calcetines - no sin antes cerciorarme que estos no pelearan también entre sí - y dejé a los hermosos zapatos negros refunfuñando en el closet castigados sin salir y me fui descalzo a mi cita.
Antes de marcharme les recomendé que pensaran en su mal comportamiento y que solucionaran su pequeño problema: ninguno es más importante que el otro, al final, los dos irán siempre al mismo lugar.

Goloso

Idea original: Armando
Existió una vez un niño al que todos llamaban Goloso. Goloso era un buen chico, pero cuando se trataba de golosinas se volvía poco más que demente por tenerlas. Peleaba con otros niños y hasta mentía a sus padres para obtener los suculentos dulces.

Pero su fascinación eran los helados. Simplemente no podía resistirse y se metía en muchos líos por causa de su adicción.

ba sentado en la plaza con sus amigos pasando la tarde con amenas pláticas y juegos, cuando el señor Benito apareció con su carreta de helados y paletas de fruta. Ya sabían todos lo que pasaría; Goloso se volvería loco y querría comerse todos los productos del carrito sin importarle nada ni nadie.

Pero ya el señor Benito estaba advertido y no le vendió, ni le regaló nada, solo se fue de largo y Goloso se quedó algo pasmado.

Esa noche deliró con fiebres por la falta del dulce y pidió con tanto afán en sus sueños ser el dueño del cono de helado más grande del mundo; uno que nunca terminara.

Al siguiente día, fuera de su casa lo esperaba un nuevo vendedor de helados y le ofreció uno de regalo. ¡Goloso aceptó encantado!

Sostuvo en su mano un barquillo de chocolate. La primera bola de helado fue de vainilla. Luego una de pistacho, Otra de menta, Fresa, mango, chocolate con chispas de colores. Café, moca, cereza, miel, y hasta algunos sabores exóticos, como camarón con piquín y pechuga de pato.

Una tras otra las bolas de helado se fueron apilando hacia arriba. Una línea infinita se perdió después de varios metros hacia el infinito. Atravesó nubes y el cielo azul hacia el espacio.

Goloso no cabía de la emoción; su sueño vuelto realidad. Y mientras más pensaba en alguno otro sabor, más helados aparecían. Pero después de varios días se fastidió de tanto comer lo mismo y su panza era como una gran pelota a punto de explotar.

Quiso deshacerse del helado y no pudo. Trató por todos los medios, pero no lo consiguió. Y desde aquel día, el pobre Goloso no come otra cosa que helados de distintos sabores y a todas pares donde va, lleva su barquillo en la mano con una torre de helados que llegan más allá del cielo.

El artefacto

Un radiante sol anunciaba el día. Sebastián dando un buen suspiro se levantó de la cama. En la cocina, su madre le esperaba con una taza humeante de avena con miel color ámbar. Su padre se despidió de él no sin antes darle un paquete. Le abrazó y salió cariacontecido. No le volvería a ver hasta dentro de unas semanas, el trabajo le hacía pasar temporadas fuera de casa.
La pobreza exigía grandes sacrificios para sobrevivir. Pronto sería invierno y tenían que aprovechar el tiempo en hacer leña y recolectar frutos secos. La madre de Sebastián le urgió para que abriera el presente. El niño haciendo a un lado un trozo de pan, colocó el envoltorio en la mesa y lo desenvolvió. Se encontró con una cajita rectangular. Abrió la caja y dentro descubrió un artefacto. Un artilugio cilíndrico color dorado.
-¿Qué es?- Preguntó Sebastián a su madre.
-Un caleidoscopio,- contestó ella dulcemente. Le besó y le invitó a salir a jugar.
Sebastián estaba feliz, fue a sentarse bajo la sombra de un árbol entre la hojarasca, sacó de nuevo el caleidoscopio y se atrevió a mirar por uno de sus extremos.
¡Qué gran sorpresa se llevó! ¡Todos los colores estaban atrapados en el fondo del artefacto!
Se sintió tan atraído por la novedad del regalo, que se olvidó de sus tareas y pasó la tarde jugando con él.
De pronto, notó que su cuerpo se hacía más y más pequeño. El caleidoscopio quedó junto a las raíces del árbol. Sebastián vio que tenía el tamaño perfecto para pasar por el orificio del aparato y entró en él. Un universo de cristales geométricos. Prístinos colores. Gigantescos diamantes desfilaban ante él. Los cogía entre sus manos y llenaba sus bolsillos, aún cuando ya no podía, Sebastián seguía recogiendo diamantes. Sería rico, pensaba. No tendría que trabajar más.


Pero una imagen grotesca apareció en un espejo. Un terrible monstruo.
-¡Ambicioso! ¡Perezoso! - le gritó con fuerza.
Sebastián horrorizado comenzó a correr dando tumbos dentro del caleidoscopio que giraba y giraba sin parar. Sebastián abrió los ojos y estaba de bruces en el suelo. Se rió de buena gana algo nervioso; todo ese tiempo había estado soñando. Se sacudió y regresó a casa en el ocaso. Que gran sueño, pensó. Pero lo que Sebastián no vio, fue una luminosa estela de piedrecillas por todo el camino que dejó en su andar.
Después de todo, tal vez no fue tan solo un sueño.

Una historia de un Príncipe y su Princesa

Cuenta la historia que hubo una vez una princesa muy bella, fue secuestrada y encerrada por una bruja que vivía en una torre escondida en un tenebroso bosque. La princesa era hija de un rey regordete venido a menos que le debía cientos de favores a la vieja hechicera y como nunca le pagó, ésta en venganza tomó prisionera a la joven doncella. Entonces, un valeroso príncipe del reino vecino se enteró de la desgracia de la pobre princesa y le ofreció al padre rey rescatarla a cambio de su bendición para cortejarla y posiblemente casarse con ella. El rey gustoso accedió y así sucedieron los hechos.

Una tarde, el príncipe se encaminó por una siniestra senda hacia el bosque perdido. Llegó hasta la torre que estaba rodeada de una acequia que contenía monstruosas criaturas y que el mozo supo sortear con criterio y valentía.

Sorprendió a la bruja cuando ésta dormitaba y fue fácil acabarla atravesándola con su espada mágica haciéndola desaparecer para siempre.

Contento subió hasta la habitación donde se encontraba la princesa. Ahí estaba ella tendida en una cama. El príncipe se sorprendió al verla. Era un encanto sublime. La claridad de sus cabellos, sus mejillas sonrosadas y sus labios rojos, atenuaban más la hermosura de la damisela.

Se aceró despacito a la cara de la princesa con la intención de besar sus labios, pero antes de hacerlo escuchó unos extraños ruidos. Esperó unos segundos y no escuchó nada más. Al intentar de nuevo el beso, escuchó de nuevo unos ruidos, pero ahora más fuertes. No hizo caso de nuevo.

Otra vez el rijoso sonido le interrumpió, pero esta vez se dio cuenta que los ruidos salían del cuerpo de la princesa. Se acercó más a ella y reconoció ese extraño e incómodo ruido que hace el estómago cuando algo sucede ahí dentro.

Sin darle más importancia intentó por cuarta ocasión besarla. Acercó su boca a la de ella y justo al posar sus labios, la princesa entreabrió su boca y soltó un virulento eructo desde el fondo de sus entrañas que fue a dar directo a la cara del príncipe que atolondrado dio un salto hacia atrás.

-puafff- dijo el príncipe –creí entender que en esta historia no habría dragones….ufff… -


Al final discutieron y cada quien se fue por su lado.

Y Colorín Colorado, esta historia ha terminado.

A los niños

No se sabe si existió de verdad. Pero cuentan que vagaba por las calles de la ciudad buscando todo tipo de cosas que llevarse en un costal percudido que siempre cargaba con dificultad en su hombro izquierdo. Los que alguna vez llegaron a verle, dicen que era un viejo sin empatía, entrado en años, desaliñado y mal oliente, con el pelo enmarañado lleno de piojos, la boca desdentada, los ojos hundidos, la piel llena de llagas, las uñas largas y filosas como las de una bestia y la mirada enfurecida y lascivia, y para rematar, algo cojo. Toda una facha. Para algunos se había convertido en el hazmerreír; para otros, era un brujo que practicaba magia negra y hacía desaparecer personas usando el roído costal. Otros cuentan que tan solo se trataba de un hombre caído en desgracia. Que había sido un soldado en las guerras de otros continentes, y que al verse sin fortuna y derrotado, emprendió un viaje sin final en tierras lejanas donde no fuera conocido. Un vagabundo errante sin sitio, sin familia, sin un hogar. Recorría todos los caminos, en todas direcciones, recolectando cachivaches, trebejos, pero sobre todo, niños.

No ha habido hogar en el que el viejo no sea conocido.

–Si te portas mal, te lleva el viejo del costal.-

- Si no duermes la siesta, vendrá el viejo del costal.-

Esas advertencias nunca fueron en vano, porque dicen que a los niños desobedientes se los llevaba el viejo.
Llega por las noches, escondido entre las sombras, entra en las habitaciones y mete al sucio costal a todos esos pequeños mal portados.

Al parecer el costal es tan solo una ventana a un mundo diferente. Ahí llegan chiquillos de diferentes lugares y razas, y son castigados por su pobre comportamiento. Los que perseveran y aprenden buena conducta, pueden regresar con sus padres. Los que no cambian su forma de ser, se convierten en grandes árboles con gruesas raíces bien metidas en la tierra para que no pueda moverse y nunca mas pueden volver a su mundo real.

Quizás tan solo sea un cuento, nunca se sabrá con certeza, por eso, es mejor portarse bien y no desear el mal. Tal vez allá afuera, oculto en los callejones, ande el viejo del costal.

Noches de octubre


Ya pronto será la noche tan temida en que las brujas y los espantos despiertan de su letargo. Las brujas vuelan en sus escobas y se reúnen en un antiguo bosque detrás de las nubes. Ahí sacan sus calderos y los cuelgan sobre fogatas. Hierven aguas de pantanos y preparan pociones verdosas para darle de beber a sus prisioneros que mantienen en jaulas redondas que cuelgan sobre las ramas de tenebrosos árboles.

Gusanos y pelos, arañas y sapos, todos van de ingredientes al caldero.


Los espantos salen de las tumbas abandonadas de viejos panteones y se unen al jolgorio de sus amigas brujillas. Todos se preparan para salir en busca de víctimas que poder cocinar en sus sopas.
Estos seres malignos, se alimentan de malos comportamientos, de pésimas actitudes, de malcriadeces, de malas palabras y malas notas escolares. Siempre van tras los niños que son malos y no se saben portar.
Sucede en las noches de octubre. Cuando la luna se llena misteriosamente de una intensa luz amarilla. Cuando los gatos se vuelven negros y sus ojos sacan chispas infundiendo temor. Cuando las puertas en las casas chirrían y los pisos crujen. Cuando las sombras en las paredes se mueven grotescamente haciendo que el corazón lata con fuerza en el pecho.

¡Hay de aquellos niños que se portaron mal durante el año!
Las brujas maldosas llegarán y los subirán a sus destartalados escobones. Los espantos se meterán por las rendijas de puertas y ventanas y los atraparán. No podrán escapar. Los llevarán entre laberintos oscuros de contornos siniestros donde miles de ojos rojos los mirarán.
Los niños que saben que han hecho algo mal, esperarán en ascuas en sus camas. Arropados hasta la cabeza, con sus cuerpos laxos por el miedo. Saben que las gentilezas de última hora, de nada les servirán, ya es tarde para cambiar.
Pero a pesar del terror y lo malévolo de estos seres, siempre dan una oportunidad. Si el niño se arrepiente de su maldad, las brujas y espantos, no se los comerán.

Lo mejor de ser yo

No nací en un hospital como cualquiera. Llevo una cruz en mi espalda. Unos trozos de maderos viejos y carcomidos soportan mi cuerpo abultado pero ligero. Mis tripas son de paja. Mi sangre es amarilla y seca. Es de paja también. Mis ropas son las más usadas, esas que ya nadie quiere y dicen que a nadie sirven. A mí si me sirven. Me protegen del duro frío, y del intenso calor. No tengo manos ni pies. Pero con el tiempo, modelé lentamente y con paciencia unas pequeñas manos y unos descalzos pies. Tengo manos con las que acaricio la suave brisa. Tengo pies con los que acaricio la tierra y las plantas, y que remojo en el agua que se encharca. Un gran sombrero adorna mi cabeza. La verdad es un gran sombrero, porque tengo una gran cabeza. Redonda y gorda. Mi cara no pudo ser mejor. Parece que algún artesano la hizo con toda delicadeza. Un par de botones color café son mis ojos. Una tapa de alguna botella me sirve de nariz, y una boca grande y sonriente bordada con hilo rojo.

Me llaman espantapájaros. Mi dueño me creó para que trabaje aquí en su parcela. Se supone que ahuyente las aves pendencieras que se comen su trigo. Aquí entre nosotros, tengo un secreto: no hago nada de eso. Yo no espanto aves ni otros animales. Descubrí que es mejor ser amigo de todos ellos y llegar a un acuerdo amistoso. No falta alguno que otro pajarraco terco que se pasa de listo, pero al final nos dejamos de complejos conflictos y seguimos manteniendo la armonía en el lugar. Ser este muñeco que sé causa risa o lástima a los humanos, me ha permitido conocer un mundo que ellos ni siquiera han llegado a imaginar. He podido conocer cada gesto de la luna. Cada historia de enamorados que suele contar. Reconozco cada sonido de la noche. Cada lamento, cada alegría de las sombras. La música de los grillos, cada uno de los destellos de los cocuyos, y todos los murmullos del viento y sus cantares. Ser un mono de trapo y forraje me hace sentir feliz y afortunado, no hubiera podido ser algo mas. No me gustaría haberme perdido de alguna noche de luna llena.

El niño que quería ser azul

Contaré la historia de un niño especial. Chembo lo llamaban. Nadie sabía de donde había venido. No se conocían familiares, ni hogar, ni nada sobre este original chiquillo. Chembo era un pequeño esmirriado y medio feúcho. Flaco como espagueti. De ojos grandes y juguetones color negro azabache. No tenía pelo, o más bien dicho, parecía no tenerlo porque apenas y se le notaba. Los que le conocieron, tenían que acercarse mucho a él para lograr distinguir unas mechas casi transparentes que cubrían su cabeza. Relatan que su piel era de un blanco enfermizo, casi cenizo. Le veían venir y le gritaban: -Ahí viene el niño descolorido. Y todos reían. Se mofaban del pequeño que entristecía con desespero cada vez que escuchaba esas palabras. Mi abuelo me contó que un día, que pasó frente a su casa. Tocó a la puerta y mendingó un pedazo de pan. El abuelo le hizo pasar y le dio de comer. Mientras Chembo comía, le contó al abuelo sobre el viaje que acababa de emprender. Dijo que una tarde, había arribado un circo cerca del pueblito de San Román. Grandes tiendas a rayas, payasos, animales, música y muchos globos de diferentes colores. El no tenía dinero para ir al circo, así que se conformaba viendo de lejos la alegría y alboroto de la gente. Inesperadamente, un globo color azul se escapó del circo y fue a parar a sus manos. El azul era intenso, brillante. Chembo nunca había visto un color así y fue tanta su admiración por el color, que decidió que él también quería ser azul. Le dijo al abuelo que llevaba días buscando ese color; en la floresta, en el río, bajo las piedras, pero que no había encontrado nada. Alguien le dijo que buscara el mar, que no había nada en el mundo más azul que el mar. El pueblo del abuelo estaba justo frente al mar. Chembo se despidió agradecido del viejo y se alejó.

Cuentan que Chembo cuando vio el inmenso océano, saltó de alegría y corrió hasta la orilla. Las olas lo mojaron con su continuo vaivén. El pequeño maravillado vio como su piel se fue tiñendo de un magnífico azul hasta cubrirlo por completo. Chembo se sumergió en el agua salada y desapareció. Algunos dicen que se ahogó, pero el abuelo cuenta que Chembo tan solo se transformó en un extraordinario pez con escamas brillantes de color azul.

La piñata de Matías

Un rico aroma salía de la cocina: pan de vainilla recién horneado y leche hervida con miel. Matías aún adormilado buscaba a mamá. La encontró afanada en medio de un caos de trastos e ingredientes. Mamá se percató de la presencia de Matías y corrió a abrazarlo gritando, -enhorabuena mi niño ¡Felicidades!- y le llenó de besos tiernos las mejillas salpicadas de pecas.
Matías sonrío tímidamente.

-Está todo listo para la fiesta, hijo.- Decía mamá mientras caminaba de un lado a otro terminando de decorar un gran pastel. - Cuando termines de comer, anda afuera a jugar, tengo que terminar con los preparativos de esta tarde.

Matías salió al patio. Era hijo único y su padre siempre viajando lo hacía sentirse inmensamente solo. Se sentó en un rincón a dejar pasar el tiempo como tantas otras veces.

-SHSS....SHSS

Escuchó un siseo. No miró a nadie.

-SHSS, tú niño, ¡aquí!

Matías volteó hacia atrás y asombrado miró como una piñata le hablaba. ¡No lo podía creer! Con desconfianza se acercó y también le habló:
-¿puedes hablar? Pero, ¿porqué tienes esa carita tan triste?

Piñata le contó a Matías que la habían comprado en el puesto del mercado y ahora se encontraba ahí, sola, asustada, esperando un terrible fin. Matías comprendió que se trataba de la piñata que había comprado su mamá para la fiesta de su cumpleaños. Al verla tan apenada decidió ayudarla a escapar. La cubrió con una manta y justo cuando se disponía a salir de puntillas, mamá lo descubrió.


-¿A dónde vas con esa piñata hijo?- Preguntó mamá.

Matías que era un niño honesto y no decía mentiras, le contó a su madre lo que pretendía hacer. Mamá se conmovió ante la bondad de su niño y le dijo:

-Te contaré una historia, Matías. Hace muchos años, en un lejano país, un mago creó las piñatas con magia especial, papel brillante, confeti de colores y regalos sorpresas dentro. Las piñatas son hechas para dar felicidad. Cuando las rompen, su alma se libera del papel y vuela. Se convierte en sonrisas y alegría.-

Matías sonrió al ver que piñata le guiñó un ojo y le dijo quedito que quería estar en la fiesta. Durante la celebración, los niños felices rompieron la piñata al ritmo de música y risas. Piñata agradeció a Matías haberla convertido en alegría y le brindó una sonrisa antes de rasgarse en papelitos que volaron con el viento.

ALEJO CONEJO

Ya era de mañana y un sol inmensamente amarillo y redondo enhorabuena saludaba con una gran sonrisa a la tierra, las montañas y al río de agua transparente y fresco que recorría en enmarañados cauces todo el bosque. Junto al río, un gran eucalipto se erguía orgulloso de sus años. Su tronco arrugado parecía agradecer la tibieza del amanecer y sus ramas aún bañadas de rocío se sacudían la pereza. Entre sus gruesas raíces, una madriguera había sido construida tiempo atrás, pero ahora estaba abandonada. Ese nuevo día, también saludaba a un recién llegado.

Alejo Conejo llegó empujando con esfuerzos una desvencijada carretilla que apenas se movía. Alejo, venía de un lejano lugar huyendo de la crueldad y la maldad del mundo. Un amigo, Lucio el pájaro carpintero, le habló de un bosque escondido donde reinaba la armonía y la paz. Alejo Conejo no dudó un solo instante, iría hacia allá.

Cuando llegó, los lugareños lo miraban con desdén y murmuraban:
-¡Un intruso!, -decían algunos.
-¡Un viejo!, -decían otros.
-¿Que llevará oculto en esa carreta?
-No permitamos que los niños se le acerquen.
-Está todo sucio y harapiento!
Y mucho más decían las mamás ardillas, los búhos, los zorrillos y zorros. También la familia de ciervos prefirió no acercarse al extraño.

Alejo Conejo buscó un sitio alejado del bullicio. Encontró la madriguera abandonada junto al río y preguntó al eucalipto si podía usarla para vivir ahí. El gran árbol no tuvo objeción alguna y le brindó el calor de sus raíces.

A los pocos días, Alejo Conejo había arreglado el lugar. Todo lucía limpio y ordenado. De su vieja carreta había sacado libros que éste cargaba a donde quiera que fuera. Alejo Conejo se dedicaba a ir de lugar en lugar leyendo y contando las historias que guardaban todas esas páginas en sus libros.

Una tarde, Alejo Conejo se sentó en una piedra junto al río y empezó a leer en voz alta. Eucalipto lo escuchaba con atención. El río silenció sus aguas por un momento y escuchó también. Alejo Conejo poseía un don especial al leer. Atrapaba con su voz y envolvía de mágicas escenas el ambiente. Confeti de colores, música, y serpentinas, aparecían y desaparecían como regalos fantásticos.


Pronto, todo el bosque disfrutaba de sus cuentos y leyendas. Al final, Alejo Conejo fue aceptado en la comunidad. Su aspecto descuidado, sus rasgos torpes y su vejez, no impedían que Alejo Conejo fuera un ser bondadoso y mágico.

Papelerito

La luna aún se vislumbra en el cielo. El frío de la madrugada se mete debajo de la piel haciendo titiritar a Joselito que prepara con mucho cuidado los paquetes que le asignaron para el día que pronto comenzará.

Joselito es un niño de diez años que cada mañana llega en espera de su turno en el almacén de la esquina de la calle Siete y Buenavista en el centro de la ciudad, donde el viejo Poncho se encarga de repartir la mercancía a otros tantos como él que trabajan desde temprano. Son papeleritos. Justo antes de que el sol asome, decenas de chiquillos recorren las calles de la ciudad gritando las noticias más sobresalientes del mundo entero.

Joselito llegó de los primeros al almacén, así que tendrá la oportunidad de salir antes que los demás y escoger un buen lugar para su venta. Siempre dice sonriente al pasar junto a la fila de compañeros “al que madruga, dios le ayuda.”

Pero no siempre puede sonreír. Hay días que no vende más de un par de periódicos. Hay otros que le han robado lo ganado y tiene que restituir lo perdido trabajando días sin paga. Hay momentos en que parece perderse en un pandemónium.

A sus diez años aún no ha asistido a la escuela. No sabe leer, no sabe escribir más que su nombre, una sola palabra. Su madre lo abandonó, su padre no sabe si existió. Vive en una casa de cartón en el patio de una mujer que se apiadó de él y dejó quedarse ahí, pero tiene que pagar una cuota.

Aún sabiendo que el panorama de su vida es deprimente, Joselito lleva meses saltando la barda que rodea un colegio privado cerca de la zona de sus ventas y consigue aprender y memorizar lo que un maestro imparte en un salón. No tiene papel, ni lápiz, solo cuenta con su hambre de aprender.

Por las tardes de regreso a casa con algunas monedas, repasa lo aprendido en clase. Una sonrisa pinta su rostro candoroso cuando puede recordar la lección. Se prometió aprender a escribir y a leer. Sabe que del pasado nada puede hacer. Entonces decidió cambiar su futuro. Un día ya no venderá el periódico, un día se sentará en su propia oficina a leerlo. Un día dejará la mitómana obsesión de solo desear otra realidad. Ya no será papelerito.

SILVIO RENATO Y LAS OVEJAS VOLADORAS


Una noche oscura llena de estrellas adorna el firmamento. La luna con la cara recién lavada y sonriente, toma su lugar entre los luceros y se prepara para velar el sueño de millones de pequeños que se acomodan en sus camitas dispuestos a soñar con fantásticos personajes.

Los niñitos arropados hasta sus barbillas, cierran sus ojitos mientras papá y mamá cantan canciones de cuna, y otros cuentan historias de caballeros y dragones, de princesas y castillos donde hay hermosos panoramas de bosques encantados.

Pero hay un pequeñín de solo unas cuantas semanas de nacido, de rostros candoroso y mirada brillante que se niega a dormir cuando oscurece. Silvio Renato lleva por nombre. Silvio Renato pasa el día durmiendo y comiendo. Las noches son sus preferidas, no hay ese pandemónium que crean los grandes. Le encanta ver aparecer la gran lunota en su ventana. Cuando nadie los mira, ésta juguetona se acerca al niño y le besa las mejillas.

Las sombras de la habitación no le asustan, por el contrario, juega y se divierte con ellas, y las sombras bailan al compás de la risa de Silvio Renato. A él le inquieta una sola cosa: sobre su cama, allá lejos, alto, hay unas nubecitas suspendidas en el aire.

Su abuelita le dijo que son unos animalitos llamados ovejas que ayudan a los niños a descansar mejor. Le inquieta no poder alcanzarlas. Cuando es la hora de dormitar, abuelita da un par de reveses a una llave y las ovejas empiezan a volar. Dan vuelta y vueltas al ritmo de una canción.

Esas ovejas se han convertido en una manía para Silvio Renato. Les habla con sus palabras inventadas, pero no le contestan. Les grita desesperado pataleando, pero no le contestan. Solo están ahí, volando y volando. Hay noches que logran que Silvio Renato, cansado de verlas girar, caiga rendido ante el sueño. Por la mañana al despertar, lo primero que ve son a esas ovejas volantes, pero ahora están quietas.

Ha soñado que la toca. Las siente suaves, esponjosas, y las muerde. Las ovejas ríen a carcajadas por las cosquillas que les produce el jugueteo de Silvio Renato. Sueña que él vuela montado sobre una de esas ovejas y canta y se siente feliz. Le han traído un sin fin de regalos, otros juguetes, ositos cafés de grandes ojos y pelotitas de colores, pero no hay nada para Silvio Renato que sustituya sus ovejas voladoras.

ENMASCARADO GATUNO


Este es el cuento de un gato. No es un gato común, es un gato especial. Y lo es porque este gato está convencido que no es sólo un felino, sino que es un mapache. Cada noche, sale de su guarida ubicada tras los botes de basura del patio trasero de la iglesia y se dispone a correr una nueva aventura. Se pone un antifaz color negro, se lame los bigotes, se alisa la cola y salta por los tejados en busca de su pandilla que se esconde entre los arbustos del bosque.

Es una banda de marrulleros ladronzuelos que se dedican al pillaje de la pequeña e indefensa aldea. Los lugareños están cansados de tanto abuso por parte de esos escurridizos camaradas peludos, y han puesto trampas por doquier para evitar el ultraje al que son sometidos. Pero esto no basta para detener a los pillos. Son ágiles y pendencieros. Siempre hurgando y robando la comida ajena. Es más fácil adquirirla con ciertas mañas, que trabajar por ella, comentan entre sí.


Una noche el gato enmascarado decidió pasear libre de sus compinches. La luna redonda y brillante le provocaba cierta nostalgia. No sabía que le pasaba. Por primera vez, en su soledad, escuchó el maullido de otros como él; de su misma especie. Un calambre le recorrió las entrañas. Se confundía con las ganas que sentía de desahogarse con esos mismos ruidos, influenciado por esa luna llena. Con denuedos, caminó de regreso a su guardia. Era mejor esconderse.


Por un oscuro sendero escuchó de nuevo un maullar. Esta vez no era el canto lunar, era mas bien un lamento. Busco entre el ramaje y encontró enroscado y tembloroso, un felino como él. Se acercó y vio que se trataba de una hembra. De pelaje negro y lustroso y ojos verdes translúcidos. Estaba gravemente herida. La cogió del cuello y la arrastró hasta su refugio. Ahí lamió con esmero sus llagas. Le ofreció un trozo de remolacha, y sin entender el porqué, maulló como nunca a la noche.


Al siguiente día, retozaba entre claveles con su compañera de bigotes dorados. Su vida de fierezas y delincuencia quedaba olvidada en los recuerdos. Se quitó el antifaz, enlazó su cola con la de su amada y comenzó a vivir como gato. Ahora está convencido que nació gato y morirá gato, pero en su corazón siempre será mapache.

El ASTRONAUTA


-Este es un extraño planeta. ¿Dónde estará mi nave espacial? Soy un astronauta. Visto el traje de astronauta, entonces lo soy, pero, ¿dónde estará el cohete que me trajo hasta aquí?- Esto se preguntaba el astronauta. Y si que lo era.

Había despertado de un largo sueño. Se sentía desvelado. Abrió los ojos y se vio parado en medio de un lugar desconocido, ambiguo. No había vegetación ni agua. Solo grandes estructuras. Hierros y metales pesados. Algunos parecían oxidados. Eso lo hacía deducir, que si había oxido en ese lugar, también debía haber oxígeno.

Pero dudaba. Decidió que lo mejor era explorar el área y después vería si era prudente quitarse el casco de vidrio. Este le pesaba demasiado al igual que el abultado traje blanco. No contaba con una brújula para localizar el norte, así que lo dejó al azar. No se alcanzaba a distinguir algún rastro de firmamento. No veía el espacio abierto tan repetido en libros. Era solo una especie de cielo caliginoso, sin luz.

El camino era difícil. Muchos obstáculos extraños. Algunos tan altos como bardas que tenía que desviarse y buscar como seguir adelante, o atrás. No se sabía para donde iba. Al pasar por en medio de unos gigantescos armazones, alcanzó a mirar a lo lejos un brillo.

Se dirigió hacia allá. Entre más se acercaba, se convencía que era luz. Llegó a una esquina. Un ángulo que presentaba un orificio por donde entraba la luz. Se acercó tanto que aun a través del cristal de su casco, percibió una fragante aroma a hierbas. –¡Plantas!- Gritó emocionado.

Buscó como salir, pero fue imposible. Siguió explorando. Así pasaron varios días. Sabía que cambiaba el tiempo, porque la luz del orificio, se apagaba de pronto, y así mismo se encendía. Él hizo su propio tiempo tomando como referencia ese punto luminoso. Había ocasiones en que se sentía tan cansado, que solo se quedaba tendido en algún terreno estable y observaba. Le parecía que algunas de esas cosas que miraba, eran herramientas gigantes, cables trenzados, tuercas y tornillos.

Ahí se quedó a vivir para siempre. El astronauta es un pequeño muñequito que mi Abuelo guardaba celoso en su baúl de herramientas. Hasta hoy, el astronauta sigue ahí, arrumbado entre recuerdos oxidados. Tal vez el astronauta era el guardián de su baúl…tal vez.

DICEN

Dicen que las leyendas son solo sucesos imaginarios, fantasiosos. Bueno, eso leí en el diccionario. Pero yo creo que no es así.
Dicen que hay una historia sobre unos cangrejos gigantes que viven bajo las camas, y que se encargan de sujetar con sus poderosas pinzas a las pesadillas. Así, no llegan hasta la persona que está durmiendo y no pasa mala noche.
¡Ah! y es que dicen que las pesadillas salen del suelo. Brotan desde las entrañas de la tierra. Vienen de allá, de donde vive el malo. Salen en forma de hilos plateados en retahíla y se meten por la fosa nasal de los durmientes. Pero el malo no se encarga nada más de los malos sueños. No, que va.
Dicen que el malo siempre esconde entre las sombras de la noche, miles de ojos rojizos que espían y asechan. Permanecen sigilosos. Callados. Si te levantas a media noche por un vaso con agua, o al baño, estos ojos se deslizan por las paredes y te siguen. De ahí viene la sensación esa de que alguien te observa.
También dicen, que en un rincón de los armarios, hace mucho tiempo atrás, dejaron sitiado a un espectro. Desde entonces, en venganza por su encierro, éste estira su mano hasta el borde de la cama. Es la famosa mano velluda que agarra los pies por las noches. Es una mano larga, con una cubierta llena de pelos, como embadurnados de chocolate espeso. Es por ello que cuando nos sentamos en la de la cama, y nuestros pies apenas y tocan el piso, por un instinto desconocido, los subimos de pronto, como para evitar que alguien o algo los toque.
Siempre dicen que hay ese tipo de leyendas. Unos creen en ellas. Otros no. Yo en realidad no se; pero no dejo de experimentar cierto cosquilleo pizpireto cada vez que apago la luz por las noches en mi habitación. Aun no entiendo porque de un salto voy a dar justo al medio de la cama.
Tal vez sea por lo que...dicen...

JUANITO EL PALETERO

“Vengan, vengan niños, por sus paletas de mil colores; ya llegó Juanito.”

Gritando a todo pulmón, Juanito doblaba la esquina de la calle de mi casa empujando su carro de paletas de hielo. Al tiempo que gritaba esa misma frase cada tarde después de meridiano, sonaba una campanita oxidada que colgaba del asidero de madera con el que sostenía su carrito para anunciar su llegada.

Juanito era un hombre viejo, bajo de estatura y panzón. Siempre lucía desaliñado, con la ropa sucia y a veces mal oliente. Un sombrero de paja cubría su cabeza del intenso sol. Su piel era morena, gastada. Su cara redonda llena de arrugas. Sus ojos negros reflejaban quietud y siempre miraban en lontananza, como buscando a lo lejos, algo que había perdido.

Cuando se acercaban los niños a tropel para comprar sus paletas, siempre los recibía con una gran sonrisa desdentada y les acariciaba las cabezas. Con torpes movimientos, se apresuraba a entregar las golosinas heladas.

Como un gran actor de teatro infantil, pregonaba a viva voz los sabores que pedían los chicos: -Limón para la comezón y aquí de tamarindo para el más lindo. Esta de piña, para la bella niña. Otra de fresa, para la más inquieta. ¡Tomen! ¡Vengan!

Las pequeñas manitas de los chicos se revolvían entre sí tratando de tomar la paleta del sabor elegido. Juanito repartía sin siquiera tomar en cuenta si le pagaban las dos monedas que costaban las paletillas. Él era feliz rodeado de niños. Él era un niño encerrado en ese cuerpo viejo y harapiento.

Si se presentaba alguna borrasca entre los pequeños por alguno de los hielos de sabor, Juanito con su siempre sonrisa, intervenía y mantenía el orden.

Algunas madres salían de sus casas, y desde lejos gritaban a sus hijos que volvieran al hogar. No les gustaba que compraran paletas al viejo mugroso ese porque a lo mejor las elaboraba con agua sucia.

Pero por más que las madres reprendían a los muchachos por el consumo de esa mercancía, nunca se podía dejar de comprar las paletas de Juanito el paletero y de disfrutar de su presencia. Todos lo queríamos mucho, hasta que un día ya nunca regresó.

El hombre de la lluvia


Una tarde gris y fría, una gran tormenta arremete con fuerza sobre un hombre que apenas se cubre bajo un albornoz del aguacero. Por la ventana de una casa cerca del camino, Luis y Carlos, miraban asustados el temporal que parecía tragarse aquel hombre que a su vez también les infundía un inexplicable temor. Los pequeños creían en aquellas viejas historias de espectros y gamusinos que rondaban en el valle. Se retiraron de la ventana, y cerraron las cortinas para no ver más. Se acercaron al fuego de la chimenea junto a su madre y buscaron su cordial abrazo.

Mamá les canturreaba una canción mientras cosía las roídas camisas y calcetines. Los niños preguntaron a mamá acerca de ese hombre que miraron allá afuera, y que también odiaban tanta lluvia. Ella les dijo:
-Escuchen atentos. Les contaré una pequeña historia.- Luis y Carlos, guardaron silencio y ansiosos esperaron el relato de mamá. –Hace mucho tiempo, tanto que nadie recuerda cuanto, existió un hombre que odiaba la lluvia. Un día que llovía mucho en el gran valle, este hombre maldijo al cielo por el agua que caía. Entonces, de repente, la lluvia paró. El hombre feliz, salió dando saltos de alegría porque su deseo se había cumplido. Pero la maldición se extendió por siempre. Desde aquel día, nunca más volvió a llover en aquella tierra. Esta se secó. Murieron las plantas y los árboles. Las últimas gotas de lluvia, habían quedado suspendidas de los techos como estalactitas inmóviles, sin vida. Los colores fueron palideciendo y todo se tornó gris. Los animales huyeron, y las personas migraron. Solo quedó el hombre que odiaba la lluvia, abandonado en su egoísmo que le producía prurito. Entonces éste, arrepentido por menoscabar el agua, pidió perdón al creador y en plena lucidez, prometió nunca mas renegar de la naturaleza.

Y así fue que desde entonces, se pasea por los valles, el hombre de la lluvia; cuida las flores, los ríos y los animalitos. Él aprendió que la madre natura nos regala sus virtudes, para provecho de todos, y que también tenemos que cuidarla.-

Luis y Carlos, entusiasmados, entendieron el mensaje de la historia, y corrieron a la ventana, para disfrutar de la lluvia y para saludar con sus manitas a aquel hombre que ahora les devolvía una gran sonrisa.

Maloras


Terminó la hora de la comida. El último comensal ayuda a levantar los platos y llevarlos al fregadero donde la nana ya los espera para dejarlos relucientes.

Con natural desenfado, los “grandes” empiezan con una tanda de bostezos y lagrimeos por el sueño que se siente después de un buen almuerzo. Despistadamente cada uno se retira a sus habitaciones a tomar una siestecita; unos minutitos dicen para hacer mejor la digestión.

El ruido del chorro del agua cesa, lo cual indica que nana es la siguiente en ir a dormir. La casa se viste de quietud y como actores de película muda, los chiquillos salen sigilosos hasta el patio.

Es pleno meridiano. Hace tremendo calor y el sol se ha ocultado tras las nubes que anuncian la borrasca. Clima ideal para juegos y andanzas de niños.

Una pelota panzona aparece en escena y empieza dar botes y rebotes por los adoquines del traspatio. Risas y algarabías van desplazando al silencio. Un cometa se alza sobre el cielo ayudado por el viento y acaba en agonía enredado en un cable de electricidad. Otra vez la pelotota rebota contra bardas tumbando macetas y alguno que otro ladrillo suelto.

Las miradas de complicidad y temor se acompañan con un silente momento. Los chicos retienen la respiración esperando ver aparecer en cualquier instante a alguno de los “grandes” para reprenderlos por lo sucedido y por el ruido que hacen. Nadie aparece. Con un suspiro de alivio reanudan la diversión.

Pero un minuto después, escuchan un grito:
- ¡Maloras! Siempre tienen que andar con sus travesuras a deshoras. ¿Que no pueden dormir un rato?

Todos los pequeños corren disparados a diferentes lugares de la casa. Entre risas cortadas por la falta de aliento comentan:
- ¡Nos pilló la nana otra vez!
- Hay que tener mas cuidado.
- Tú tiraste las plantas.
- Pero tu gritabas más fuerte…..

Así se va otra tarde dando paso a una negra noche. Ya las malas horas pasaron y los “maloras” reposan tranquilos esperando el regalo de un nuevo día.

Virulongo y Virusillo


Ya había languidecido la tarde y el sol aun vigente, con bostezos se despedía del día. Dentro de la casa de la familia Cornejo Conejo, el pequeño Nando también bostezaba y se rendía sin remedio a un extraño sopor que se apoderaba de su cuerpo.

-Parece tener fiebre. –dijo mamá coneja. –Habrá que llamar al galeno. ¡Pronto a por él! –Indicó a papá conejo que apresurado dejó la casa para ir en busca del médico.

Al poco rato llamaron a la puerta. Un extraño personaje esperaba en el umbral. Una rana enana color verde olivo, con batín blanco y lentes que se sostenía quien sabe como de su cabeza ya que no presentaba ni orejas, ni nariz.

-Soy el doctor Saltón Tom, he venido a reconocer al enfermo.

-Pase, doctor, al final del salón.

El galeno llegó de tres saltos hasta la cama donde yacía Nando el conejito, con la cara roja y los ojos llorosos, y de inmediato comenzó con su examinación.

Con sutileza, tocaba a Nando midiendo con un raro artilugio quien sabe cuántas cosas. Y se asombraba de pronto con los resultados, y sus ojos se abrían como platos.

-Tss, Tss. Esto no está nada bien. –Repetía después de un par de chasquidos con la lengua. –Creo saber que es lo que tiene el pequeño.

-¿Qué es lo que le pasa?- Dijeron al unísono mamá coneja y papá que recién llegaba.

-Los síntomas son inequívocos de que ha sido afectado por un par de virus. Los llaman Virulongo y Virusillo. Van por ahí infectando niños con sus malvadas mañas. Lo hacen para robarles su energía que después ellos comercian en lúgubres mercados negros de otras tierras.

¡Canallas! ¡Cobardes! -Gritaban los padres conejos. -¿Qué podemos hacer?- Dijo mamá con preocupación.

-Tengo el remedio aquí mismo. – Diciendo esto, sacó de su maleta varios frascos de cristal de colores vistosos. Le dio al conejito Nando una dosis de un líquido rojo, otra de un líquido azul, y una pastillita de sueños. - Mañana estará mejor.- Concluyó.

Siguieron al doctor Saltón Tom hasta la entrada, que antes de irse, les recomendó cerrar bien puertas y ventanas y no exponer a conejito. Los granujas virus todavía andan por ahí sin recibir su merecido.

Le pagaron con dos terroncitos de azúcar y se alejó dando saltitos.

Detrás de unos árboles torcidos, Virulongo y Virusillo, miraban perplejos como se les escapaba de las manos otro chiquillo.

Clarisa, la vaca blanca.

En un ranchito alejado del pueblo, y situado detrás de un hermoso y verde valle, vive un personaje especial. Se trata de una vaca, Clarisa. Una vaca totalmente color blanco. Y eso la tenía tan deprimida que ni leche podía dar. Pero, le sucedió algo que le cambió la vida para siempre.

Un día, después de una mañana esplendorosa, unos nubarrones empezaron a cubrir el cielo del valle. El ranchero preocupado por sus animales de la granja, dejó el apero tirado y despavorido corrió a meter al granero a sus tres cerditos, seis gallinas, un burro, dos caballos y a su vaca blanca.

Llovía y llovía sin parar. Los truenos y relámpagos tenían asustados a todos los animales, menos a uno, a la vaquita. Clarisa se sentía de lo más contenta con el aguacero, tanto que decidió salir y mojarse en la lluvia.

Caminaba calmosa por el arrecife cerca del río, donde ya se sentía un lodazal. Se entretuvo mordisqueando una planta de laurel cuando de pronto una enorme luz cayó dentro del río.

Extrañada, se acercó y observó. Del agua, emergía un extraño ser color verde. Envuelto en un resplandor se acercó a Clarisa y le habló:
-Hola vaca, veo que no me temes. Soy habitante del Asteroide Castalia, y he venido a buscar un cometa que se desprendió de mi hogar. ¿Me podrías ayudar?

Clarisa pestañeaba incrédula, sin prejuicios, recordó donde había visto un cometa. Llevó al extraño hasta un monte alto y le señaló el lugar. En una cerca de alambre, un cometa colgaba atrapado. El ser verde, flotó hasta el cometa, lo liberó, y lo vio alejarse entre la lluvia más allá de las nubes. El cometa emitía cientos de colores mientras subía.

El hombrecillo agradecido, le otorgó un regalo a Clarisa y desapareció. Desde aquella tarde de lluvia, Clarisa pasea feliz por el campo mostrando a todos sus grandes manchas color negro. Ahora, es una vaca pinta como todas las demás vacas de la región. Y es la mejor produciendo leche.

Lo curioso de este caso, es que la vaca, sigue siendo color blanco. El hombrecillo verde le regaló tres mágicas palabras: “confía en ti”.

Clarisa sabe que es blanca, pero ahora ella comprende que ser diferente no es malo, y que puede ser igual o mejor que cualquiera. Ahora ella sabe, que los demás verán de ti, lo que tú quieres que vean.

Chiquitín


Cinco amigos se creían olvidados por el tiempo, pero un día, los descubrieron y pasaron de ser cacharros empolvados, a las más vistosas, deslumbrantes y coloridas aeronaves que jamás hayan volado.

Cinco hermanos, heredaron de su abuelo un almacén donde éste guardaba desde hacía años, cinco modelos de aeroplanos. Los jóvenes quedaron encantados con el hallazgo y se dieron a la tarea de remodelarlos.

Una mañana, el sol se despertó con el rugir de los motores de las avionetas. Una a una, surcaban el cielo rasgando las nubes con sus grandes alas. Rojo, batía sus alerones brillantes, seguido por Azul dando volteretas y mostrando orgulloso sus dos franjas color blanco. Amarillo, volaba junto a Cometa, ligeros se dejaban acurrucar entre el viento. Por último, se elevaba Chiquitín, el avión mas pequeño de los cinco. A este le costaba mas trabajo mantenerse en el aire, así que su piloto, solo lo subía por unos minutos y después lo aterrizaba con cuidado.

Chiquitín, sentía tristeza porque sus amigos eran grandes y poderosos, mientras que el a pesar de haber sido reparado, todavía tenía secuelas de aquella terrible guerra donde apenas se salvó. Para colmo, era objeto de las burlas de Rojo que se sabía el mejor de todos.

Después que fueron regresados a su andén, Rojo no paraba de hablar de lo maravilloso que era volar mas allá de las nubes, algo que solo el podía hacer y miraba con lástima al pequeño avioncito que en un rincón se despachurraba con su pena.

La noche llegó silenciosa, todos dormían placidamente. Todos menos uno. Chiquitín salió sin hacer ruido. Se acurrucó entre la hierba y miró al cielo. Sumido en su tristeza, miró de pronto cientos de destellos que se aproximaban. Eran perseidas casi transparentes que revoloteaban a su alrededor. Con sus ojos suplicantes, pidió un deseo.

Al siguiente día, Chiquitín recordaba su deseo; pensó que había sido un sueño. Pero aún así, sentía unas inmensas ganas de salir y volar.

No esperó a su piloto, abrió el portón y corrió hasta elevarse. Poco a poco empezó a deslizarse por el azulado infinito. Fue inevitable sonreír y suspirar al sentir el aire acariciando su fuselaje. Chiquitín nunca se sintió más feliz. Ese día se convenció de que los sueños no son efímeros, que siempre se pueden hacer realidad si se desean con todo el corazón.

Misterios De Un Cofre

Cerca de Isla del Tiburón, en la bahía del mar de Cortés, cuentan que hay un tesoro escondido entre un arrecife que se formó en los restos de un antiguo galeón español.

La avaricia de cientos de aventureros y cazadores de fortunas, los ha llevado a explorar las profundidades de este noble mar en busca del mentado botín sin conseguir encontrarlo.

Una tarde, Daniel caminaba canturreando madrigales mientras guardaba soles en sus bolsillos vacíos y rotos. Daniel se sentía más solo que nunca en este inmenso mundo que no podía entender. Sin saber como, había llegado hasta la bahía de Cortés, y ahí, frente al mar, decidió poner fin a su miserable existencia.

Se sentó en la arena tibia para ver morir los últimos rayos de luz en el horizonte. Sintió el pecho hinchado de dolor, y quiso llorar. Lloró.

Una sombra lo cubrió completo. Lentamente se acercó hasta su cara y le habló: - tú buscas algo, yo sé donde lo puedes encontrar. Sígueme.- Como autómata se levantó y siguió a la sombra que se sumergía en el agua salada. Al poco rato, Daniel desapareció entre el oleaje y la espuma.

Nadie lo vio hundirse, nadie lo esperaba ver salir. Daniel seguía nadando si darse cuenta que una burbuja transparente cubría su rostro y le permitía respirar. No supo cuanto nadó sin descanso, la sombra aun iba frente a él, deslizándose sigilosa en el agua. Paró frente a las ruinas de un viejo barco. –Ahí encontraras lo que buscas. – Dijo la sombra. Desapareció entre finos granos de sal.

Daniel temeroso de lo que podría encontrar dentro de la embarcación, dudó un instante. Recuperó el aliento y se introdujo entre tablones, peces de colores y gigantescas algas marinas.


Ahí dentro, en el fondo de una galería, encontró un cofre azul. De inmediato pensó en un gran baúl lleno de monedas de oro y joyas preciosas. Se apresuró a abrir el cofre. Al destapar la tapa, una intensa luz le pegó en la cara. De a poco pudo mirar el interior del cofre. Un carcaj arrugado dentro. Dentro del carcaj, un ruiseñor cantaba, mientras que el tiempo volátil danzaba a su alrededor.
Sonrió. Estalló en carcajadas. Y volvió a llorar. Despertó en la orilla del mar. Caminó llevando con él, un cofre lleno de ilusiones, sueños y fe. La vida es para vivirla con felicidad, decidió.

El Niño y El Viento

La noche había caído pesada y abrumadora. La luna miraba con tedio y resignación que una tormenta se avecinaba. En una tibia habitación, Lalito permanecía en silencio, inmóvil, pendiente de cualquier ruido, sabía que empezaría pronto, lo vio venir antes de acostarse. EL tiempo pasaba lento, Lalito seguía esperando. Y sucedió. Un siseo se deslizó por entre los cristales haciéndolos vibrar. Lalito se estremecía bajo las cobijas, temblaba como una hoja. un temor le carcomía por dentro, no podía evitarlo. Siempre que había noches de viento, Lalito se aterraba con la idea de que un fuerte ventarrón lo hiciera volar perdiéndose para siempre en algún sórdido lugar. Esa noche, una vigorosa ventisca revolvía desde los grandes eucaliptos hasta los cardamomos, y llegó lo más temido por Lalito, el viento entró por su ventana abriéndola de par en par. Lalito gritó espantado que por impulso fue a dar bajo la cama. Desde ahí observó un remolino que daba vueltas y vueltas hasta que se detuvo. Ahí, frente a sus ojos, una figura había emergido del torbellino. Un hombre viejo vestido con una larga túnica color turquesa estaba parado en medio de su habitación. Un sombrero negro cubría una larga cabellera blanca que se perdía en su espalda. Detrás de su gran barba se podía apreciar un rostro poco amistoso.


-Sal de ahí- dijo el personaje con potente voz. -Soy El Señor Viento, he venido para que me conozcas, para que dejes de temerme.

Lalito no podía creer lo que pasaba. Decidió entonces salir de su escondite y enfrentar a su mayor temor. No si antes colocarse un equipo de bombero y atarse con cordel a la cama, como medida de precaución. Semejante acción provocó la risa del Señor Viento.

-Estoy listo Señor Viento, quiero conocerlo.- Y diciendo esto el niño, El señor Viento sopló fuerte una y otra vez, hasta que Lalito se elevó del suelo. Éste asustado se subió a la cama, la cual flotó en el aire también saliendo con todo y niño por la ventana.

Volaron sobre valles aspirando el verde aroma. Sobrevolaron los océanos aspirando la sal y el coral salpicando sus caras con el azul del mar. Vieron blancas montañas y grandes desiertos. Y Lalito supo al fin todo lo bueno que hace el viento y pudo disfrutarlo. Esa noche al volver a su habitación sonrió feliz, nunca mas temería al Señor Viento, su nuevo amigo.

El Secreto de Pablo

Pablo es un chiquillo flaco y desgreñado que vive en una ciudad donde hay muchas casas y altos edificios de cientos de pisos que parecen tocar el cielo. Pablo vive en el último piso de uno de esos edificios. Es feliz en ese lugar porque está alejado de la gente. No le gustan las personas, siente que sus miradas lo ofenden. El apartamento donde vive con sus padres es su refugio. Cree que estando tan alto y lejos de los demás, es más sencillo olvidarse de que es paralítico. Un maestro llega a diario para impartirle las clases que van acorde a su grado escolar. Pablo pasa lo siete años, años que llenos de amargura y soledad, los ha vivido aislado del mundo de allá abajo por temor al rechazo y la incomprensión. Con sus padres casi ausentes, pasa la mayor parte del tiempo con Mamita, su sirvienta y nana; temprano con su tutor, el resto del día entre sus fantasías y nostalgias. Le gusta dibujar, pero en ocasiones no le gusta el resultado, y arruga con furia sus bosquejos al mismo tiempo que se le arrugan los sueños en el corazón.

Cada día, al sonar las once en el reloj del salón, sale en su silla de ruedas hasta el balcón. Desde ahí contempla su entorno. Su mirada choca contra las ventanas de otros grandes edificios que rodean la zona, pero se entretiene esquivando esas moles de cemento en busca de algo, o alguien.

Una de esas mañanas, Pablo encontró una paloma herida en la terraza, tenía un ala rota. Con suavidad la tomó entre sus manos, la llevó dentro y la curó. Al pasar los días, la paloma se recuperó por completo y un buen día voló lejos de Pablo. Éste se sintió tan triste y desolado que no quiso salir de nuevo al balcón, no valía la pena el mundo allá afuera.


Pero una noche, un ruidito en la ventana le despertó. Al asomarse, vio que se trataba de la paloma. Abrió la ventana y ésta entró jubilosa a revolotear alrededor del niño que extasiado reía con su cordial visitante. Desde entonces, se han vuelto inseparables y ahora tienen un secreto. Todas las noches, Pablo monta en su amiga paloma y juntos surcan los cielos nocturnos de la gran urbe. Es un privilegio poder volar junto a su compañera, poder volar tan cerca de las estrellas.

LAS TORTUGAS RUSAS

Desde hace un par de semanas, hay unos personajes nuevos en casa. Se trata de tres tortugas que han llegado para quedarse. Han acaparado la atención de los vecinos con su singular forma de divertirse.

Resulta ser que estas tortugas son Rusas, y claro, declaradas admiradoras número uno de la gimnasia. ¡Sí! Como se los cuento, son tortugas rusas, gimnastas, y viven en mi jardín.

Es una familia integrada por Don Ugo, el padre, un tortugo de 90 años de edad con un gran caparazón verde-amarillo; Doña Uga la madre, aunque prefiere que se le diga Uga a secas, que porque el “doña” la hace sentirse vieja, y solo tiene 78 años. Por cierto, tiene la piel bastante lisa para ser reptil. Bueno, me confesó que es gracias a una antigua receta de su abuela, pero no le pude sacar la fórmula. Y por último, Uguin, un pequeño tortuguito muy simpático que está por celebrar su aniversario número 30.

Hacen muchas acrobacias y piruetas, son muy ágiles, pero, así como son admirados y aplaudidos por algunos, hay otros que nos les parece su forma de vivir.

Aunque se trata de solo un individuo el que se molesta con el espectáculo de los gimnastas, ha logrado sembrar una bruma de intrigas contra ellos.

Este ser es un sapo gordinflón que vive también en mi jardín, junto a la roca que reposa sobre el gran eucalipto. Su nombre es Tomás. Vive en otra dimensión, siempre refunfuñando por todo y con desencanto de la vida.

Las tortugas no le han prestado mucha atención a sus comentarios, son un poco puritanas, y no logran concatenar sus alegatos.


Así que cada tarde, este trío nos sigue deleitando con su arte gimnástica. Siempre acude a la función Don Chucho el caracol, aunque llega un poco tarde, es algo lento. Y algunos otros que vienen de otros jardines.
Apenas ayer, Tomás el sapo, se pegó tremenda torta al caerse de una rama. Se había escondido ahí para disfrutar a escondidas de la exhibición. Cayó justo en medio de todos haciendo rodar a las tortugas. Todos rieron, pero el sapo Tomás, muy dignamente se levantó, se sacudió y se retiro a su hogar rezongando.

Las tortugas se levantaron y todos aplaudimos la gran representación.
Tengo suerte de tener un jardín así, veremos mañana que mas ocurre.

UN AMIGO PARA DANIEL

Por el mismo sendero, Daniel caminaba rumbo a casa al salir del colegio. Siempre solo. Siempre guardando las ganas de compartir su pequeña vida con los demás niños, pero eso era imposible, él era diferente. Un mitómano error de la naturaleza lo había marcado al nacer. Eternamente sería el raro, el extraño, el feo. Era un pandemonium cuando él llegaba a la escuela. Daniel a sus ocho años ya conocía la soledad. Experimentaba el rechazo de la gente y el de su propia familia. No había pena más grande que el desprecio de su propio padre. Su madre con candor lo protegía equivocadamente al alejarlo del mundo. Daniel no solo tenía una gran masa de carne colgando de una de sus mejillas, también nació con un gran corazón lleno de amor y fortaleza. Él esperaba pacientemente a que el destino le restituyera con dicha al tener un amigo especial como él.

Una día mientras Daniel jugaba en el campo, escuchó sollozos y llanto. Miró a todos lados y no vio a nadie. Seguía escuchando los lamentos. –Aquí arriba, ¡acá estoy! - Oyó que alguien le gritaba. Daniel alzó la vista y miró un papalote enredado en las ramas de un enorme árbol. El papalote estaba atorado entre el ramaje y entre mas luchaba por zafarse, mas se atascaba.

Papalote llevaba varios días en aquella ramada sin poder salir. Había visto pasar a Daniel cada tarde, pero no se animaba a llamarle por temor a que el niño le hiciera daño. Pero Papalote miró dentro del pequeño, y encontró que era un niño de corazón noble. Y le habló.


Daniel se acercó a Papalote y ayudó a bajar del árbol. Daniel por primera vez en mucho tiempo intercambiaba palabras que creía haber olvidado. –Hola, soy Daniel.- se presentó el chiquillo. – Lo sé, soy Papalote. He estado viéndote pasar por aquí cada tarde, solo. ¿No tienes amigos?- dijo Papalote.

Daniel contó a Papalote como era su existencia debido a su aspecto horripilante. Su panorama era triste. Mientras hablaban, Daniel trataba de arreglar lo mejor posible a Papalote que tenía agujeros en su hermoso papel de color. El hilo de su cola estaba echo nudos y unos de sus palillos quebrados. No volvería a ser el de antes. Ahora serían amigos inseparables, eran iguales, los dos tenían una marca imborrable y una magia especial que los unía. Ahora sonreían.

Una noche casi sin estrellas

Casi dan las seis de la tarde y Tito corre de un lado para otro como potrillo desbocado buscando su zapato izquierdo. Refunfuñando con su mujer, busca aquí y busca allá. Buscó bajo la sopa, no está. Buscó detrás del armario, tampoco está. Se le hace tarde para trabajar. Su trabajo es muy importante. Es “estrellero”. Estrellero es el que se encarga de salir cada noche a eso de las siete a poner las estrellas en el cielo. No es un trabajo fácil, solo unos cuantos pueden hacerlo. Tito es uno de ellos. Es un duende que vive en una montaña con su esposa duende. Lleva más de cien años cumpliendo con esta misión. Su padre lo hizo antes que él, y el abuelo antes que este, y así sucesivamente hasta perderse en una cuenta infinita. Es un oficio monopolizado por la familia de Tito. Todos los hombres de su estirpe, han sido y serán estrelleros. No ha pasado que una noche se quede sin estrellas y él no será el primero en que le suceda. Al no encontrar su zapato, decide ponerse los tacones de su esposa Tita. Esta se ríe a carcajadas del pobre Tito, que trastabillando camina hacia la puerta. Se coloca su chaqueta, su sombrero, y toma la pequeña escalera y la mete en su bolsillo. Abre la puerta y para su mala suerte, ha empezado a llover. Pero esto no impedirá que lleve acabo su tarea. Se encamina entre lodazales hasta la punta de la montaña, sube a una roca y saca la escalera de su bolsa. Una vez en posición, mágicamente la escalera crece y crece formando espirales y perdiéndose en el cielo. Tito tiene que subir a un peldaño y subirá en un instante. Pero los tacones no le permiten mantener el equilibrio y cae de la escalera, después de la roca y rueda montaña abajo. Tito gritaba y gritaba por sus estrellas que se salían de su bolsillo mientras caía. No le importaba su vida, él solo quería poner las estrellas en el cielo. Tita que había seguido a su esposo para llevarle su par de zapatos, lo rescató antes de que cayera demasiado lejos. Le ayudó a recuperar las estrellas, y juntos subieron hasta donde estaba la escalera. Esa noche, no solo hubo un estrellero colgando estrellas, también por primera vez en la historia, una mujer también colgaba estrellas al lado de su amado. Esa noche, los luceros brillaron como nunca.

Bolitas

Llegó el día tan esperado de muchos chiquillos: la primera nevada de la temporada invernal. Había nevado durante la noche, así que el nuevo día regalaba a la vista un maravilloso y blanco paisaje. Las aventuras no se hicieron esperar. Niños corrían alegres sobre la nieve; otros jugaban a tirarse con proyectiles, y algunos se deslizaban en improvisados trineos colina abajo.

Cerca de ahí, en los límites del bosque, un par de niños construían afanados un muñeco de nieve al que bautizaron con el nombre de: Bolitas.

Tres bolas de diferentes tamaños en secuencia de abajo para arriba, comenzando por la más grande, constituían el cuerpo de Bolitas. Completaban el muñeco, un par de ojos negros y grandes, una nariz naranja y una boca que dibujaba una amable sonrisa.

Al principio Bolitas era la sensación, pero al pasar el tiempo, los niños se fueron olvidando de él. El invierno encrudeció haciendo los días difíciles para salir a jugar o simplemente pasear por los alrededores. Las aves y animalitos, corrieron a refugiarse en sus nidos huyendo del terrible frío. Solo Bolitas permanecía inerte frente al temporal.

Bolitas apesadumbrado y triste, se lamentaba de su condición. Solo, sin amigos, hecho de nieve y creciendo sin parar con cada tormenta. Pronto sería una mole sin forma alguna, salvo por alguna joroba que quedara dibujada en su ya abultado cuerpo.

Una noche sin luna, el viento arreció con fuerza. La nieve volaba en remolinos cubriéndolo todo de un grueso manto blanco. Bolitas resignado a su suerte, se dejó envolver hasta desaparecer en un montón helado. Y ahí, desde adentro, lloró lágrimas de cristal.


Su llanto fue escuchado por un hada. El hada Blanca de la nieve. Sintió tan profunda y cetrina la tristeza de Bolitas, que prometió concederle un deseo.

Sin saberlo, Bolitas pensaba debajo de la nieve, que sería maravilloso que él pudiera caminar y viajar a lugares lejanos, sin que su cuerpo se derritiera. Le encantaría ir a la playa y conocer el eterno mar y bañarse entre sus olas.

El deseo de Bolitas se hizo realidad. De pronto comenzó a menearse y sacudió toda la nieve de encima. Sin creerlo aún, se dio cuenta de que podía caminar, y saltar. Feliz por su sueño hecho realidad, empacó en una petaca un sombrero, unas sandalias y lentes para el sol.

Y con paso firme, se alejó silbando una alegre canción.

Beto Boticas

Llegó el otoño con sus eternos colores de naranjas y amarillos coloreando las veredas con una mullida alfombra de hojarasca del viejo bosque. Sus habitantes, poco a poco se preparan para el cambio de estación, y se les va el día y noches, en preparar sus viviendas y la recolección de víveres; entre tanto, se sentía un clima de armonía y felicidad.

Era domingo temprano cuando en casa de Beto Boticas, tremendo escándalo había comenzado por causa de una irreparable pérdida, según aseguraba el mismo Beto.

Resultaba ser que ese domingo, sería el festival de la abundancia en la comarca, para celebrar la vida y dar gracias por lo obtenido en el año; Beto sería como siempre, el maestro de ceremonias del evento.

Su tragedia esa mañana se debía que no encontraba un par de botas que solía usar todo el tiempo para la celebración. –¡Son las que mejor combinan con mi corbatín! – Profería Beto con cada arrebato de ira que le daba cada vez que buscaba en algún rincón y no encontraba nada. Con su cara redonda color verde que se convertía en roja por el coraje, sacaba chispas!

Y es que cuando Beto perdía una de sus botas, si que se armaba el gran lío. Doña Betina, esposa de Beto, buscaba y rebuscaba, pero no encontraba nada hasta que terminaba agotada de tanto buscar. –¡No pensarán que iré a la celebración haciéndome falta una de mis botas! –Gritaba y gritaba Beto sin parar.

-Vamos querido, -dijo paciente Doña Betina- ponte uno de tus zapatos del mismo color, te vendrán bien con tu atuendo.

-¡Pero que engaño! ¡No me gustan los zapatos, solo las botas, mis boticas! –Dijo desesperado Beto.


-Mira, pruébate estos zapatos. No desilusionarás a esa marabunta de vecinos que ya esperan por ti para los festejos. Ellos cuentan contigo. Anda y prueba.

Beto se probó el par de zapatos color negro; no le iban tan mal después de todo.

Beto Boticas, convencido de que lo importante son sus vecinos y la fiesta, terminó de ponerse los zapatos y salió de casa del brazo de su querida esposa.

Mientras caminaba hacia la explanada, todos saludaban y sonreían a la pareja, y sobre todo, admiraban la nueva moda de Beto el ciempiés. Llevaba sus noventa y ocho pares de botas y un par de zapatos en sus patitas al final, que lo hacía lucir como todo un galán.

Pancho Carcacho

Pancho Carcacho abría lento sus ojitos adormilados y miraba de reojo los primeros rayos de sol; se sacudía la pereza con meneadas de un lado a otro, esperando atento el sonido que anunciaba el nuevo día.

KI…RI…KI…KIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII

Cantaba una y otra vez Rogelio el gallo jorobado de la granja. Pancho Carcacho salía presuroso del bodegón donde dormía con el resto de sus compañeros y saludaba con una gran sonrisa a su amigo emplumado.

-Hoy será un buen día, Rogelio. -Dijo Pancho al buen gallo que seguía en sus quehaceres mañaneros.
–Seguro lo será, Panchito, ¡buena suerte para hoy!

Pancho Carcacho es un pequeño tractor amarillo que junto a otros vehículos forman parte de la fuerza de trabajo del campo. Solo que Pancho, por ser tan chiquito, no le convocan tanto como él quisiera, y se tiene que conformar con acarrear algunas macetas de aquí para allá.

Sueña con surcar la tierra y levantar polvo a su paso, como sucede con el mayor de sus hermanos, Jacinto, encargado de preparar el terreno para la temporada de siembra.

Esa mañana, Pancho fue el primero en levantarse. Ya ayudaba a Hortensia la vaca a darle pastura a sus tres becerros para que crezcan sanos y grandes; los que agradecían con mugidos secuenciales la amabilidad de Pancho. Luego corría a los gallineros, y empujaba los sacos de semillas para alimentar a las gallinas que esperaban la intervención del pequeño al que daban las gracias con escandalosos cacareos.

Pero el día de Pancho terminaba en esas labores. Sabía que pronto saldrían los enormes remolques a trabajar en los sembradíos hasta que el eterno sol se ocultara cetrino detrás de los cerros.


Así que el pequeñito se hizo a un lado esperando que en cualquier momento salieran con sus poderoso pasos y rugidos, la maquinaria de trabajo. Esperó en silencio, pero nada pasó. Esperó de nuevo y nada volvió a pasar.

Entonces preocupado, regresó al bodegón donde todos se encontraban, y para su sorpresa, descubrió que todas las máquinas estaban enfermas y no podrían trabajar.

Ese fue el día tan ansiado de Pancho Carcacho. Se afanó en todas las tareas y demostró que ser el más pequeño, no le quitaba méritos ni fuerza para hacer un buen trabajo. Terminó la jornada cansado, pero inmensamente feliz.

Y desde aquel día, Pancho formó parte del equipo de maquinarias que trabajaban los campos.

Bailarina

Es esbelta. Delgada como ninguna. Lleva un vestido color rosa. Tan pegado a su cuerpo que casi se desvanece. Su piel tiene un color casi transparente. Está ahí, siempre lista para bailar.
Su cara está un poco ladeada y lleva el cabello recogido sobre su cabeza. Es café como el chocolate. Sus ojos son grandes. Con un brillo pizpireto dibujado en las pupilas.

La pose que toma es un tanto curiosa. Levanta ligeramente un pie. Es como si lo hiciera por instinto. Levanta su pie cuando cree que ve pasar un cangrejo juguetón debajo de su zapatilla.
Siempre sonríe. Pareciera que no conoce de penas. Parece que la felicidad se quedó a vivir en su frágil cuerpecito. No le importa estar sitiada en ese pedestal. No finge ser feliz. Solo es feliz.

Es bailarina. Baila ballet.

Espera con la paciencia del azul de ser mar. Solo está ahí. En el mismo rincón del estante. En mi cuarto. Un par de telarañas empañan su vista. Eso no le importa a ella. Ella nació para bailar. Ella fue creada para bailar. No importa el tiempo de espera. Sabe que en cualquier instante llevaré mi mano hasta su base. La tomaré con cuidado. Soplaré para sacudir el polvo acumulado. La miraré mientras doy vuelta a la llavecita dorada. Y entre mis manos, volverá a bailar.

Ella es bailarina. Escucha la música y baila. Da vueltas y vueltas. Hasta que la cuerda se acaba.
¡Dos vueltas mas! Parece suplicar. Dos vueltas más y la bailarina vuelve a bailar.

¡Que feliz se le ve! Y es muy feliz porque hace lo que más le gusta en este mundo: bailar y ser la protagonista de mi cajita de música. Ella es mi bailarina de ballet.

Rosita y El Tiempo

Rosita y El Tiempo

Una noche descubrió Rosita con tristeza que su tiempo no era suficiente para llevar acabo tantas tareas, por ello decidió realizar una recolección un tanto original. Todo comenzó en su propia casa.

La siguiente mañana, Rosita hurgaba con desespero los cajones de su cómoda. Buscaba un antiguo reloj de plata que su abuela le había regalado que recordó guardado en su cofre de madera azabache. Cuando abrió la tapa, ahí estaba la prenda resplandeciente. Sintió nostalgia, pero aún así lo tomó entre las manos y lo despanzurró de un golpe. El tiempo que contenía se desparramó y Rosita rápidamente lo recogió y metió en una bolsita que pendía de un cordel de su cuello. Guardó lo que quedaba del reloj y se dirigió al resto de la casa para hacer lo mismo con los demás relojes que encontrara. Desbarató al reloj cucú. Desarmó el reloj de pared en la cocina. Le quitó el tiempo al péndulo de la estancia, y cuando hubo terminado con todos los relojes de casa, salió a las calles en busca de más.

Se encontró con el reloj del campanario de la escuela y lo dejó inerte. Después el reloj solar de la plaza central. Hasta un reloj de arena vació para quedarse con su tiempo. Engranajes, manecillas, carátulas, cuerdas y tornillos, yacían esparcidos por los empedrados del pueblo de San Juan de Morón.

Pero Rosita no se había percatado de que todo se iba deteniendo a su paso. Nada se movía. No había viento que meciera los árboles en la floresta. Las estaciones se detuvieron y el solsticio se confundió con el equinoccio. Las personas quedaron petrificadas sin poder seguir con su continuo ir y venir. Rosita se detuvo a mirar. Ya tenía suficiente tiempo en su bolsita, pero no le servía de nada en un mundo paralizado.

Entonces, mientras lloraba desconsolada, un duende se apareció frente a ella y le dijo:
-Rosita, pequeña, no necesitas quitarle el tiempo a la vida, es la vida la que te regala un tiempo hermoso para disfrutar. Cada segundo, minuto, y cada hora, son tuyos. En ti encontrarás la sabiduría para organizar cada momento.

Rosita sonrió al darse cuenta de que era verdad, solo ella podría resolver su problema con el tiempo. Regresó el tiempo a sus relojes y todo volvió a funcionar. Rosita aprendió a disfrutar sin prisas ni angustias cada segundo de su vida.

Para Ti

Es Ella la que invita a imaginar; la que convida a crear. Porque de Ella nacen las más extraordinarias historias. Tiene también la magia de que sus ojos atrapen la belleza del mundo. Ella es amiga y maestra. Ella es Carmen. Para ti.